Miguel Jaramillo Luján -Estratega político@jaramillolujan
El tema de la Ley de Garantías pone sobre la mesa una dicotomía profunda entre dos escenarios de la administración pública a septiembre de 2021. Por una parte, los alcaldes y gobernadores que, a dieciocho meses de haber iniciado su gobierno, a punto de promediar su gestión, han tenido que lidiar con el COVID-19 un año y medio de esos dieciocho meses sin poder haber realizado una ejecución presupuestal o un ejercicio de gestión de recursos y planificación, ante el panorama pandémico y la crisis fiscal desatada por esta situación sanitaria.
En el escenario contrario, estamos a puertas del proceso electoral del Congreso con las consultas internas de los partidos y dos vueltas presidenciales; tres comicios electorales que se llevarán a cabo en el primer semestre del año 2022. Comicios donde voces expertas afirman que el posible desvío de recursos del erario público podría superar los diez billones de pesos, con objetivo de favorecer a ciertos partidos, o a ciertos actores en sus aspiraciones políticas: Cámara de Representantes, Senado, y la Presidencia de la República.
En un panorama como este, además de debatirse el tema de los plazos, está el tema de las posibles contrataciones vía convenios interadministrativos, que podría resultar para el Ejecutivo en una vía para generar bolsas de recursos en instituciones de las cuales poder disponer en pagos a empresas y entidades, que también constituirían una evidente desviación de fondos.
Entrando en los aspectos técnicos de las discusiones del Congreso, hay posiciones encontradas sobre la posibilidad de cambiar los plazos de la Ley de Garantías por vía legislativa. Algunos argumentan que la reactivación económica no depende de la contratación pública, y es en este punto en el que difiero enormemente, pues se experimenta un cambio tremendo de perspectiva cuando se observa la realidad desde Bogotá a comparación de si se observa desde el interior del país, en tanto la importante inyección de recursos que brindan las entidades públicas para la generación de empleo. La proliferación resultante de esta inyección de recursos en materia de obras de infraestructura, abastecimiento para instituciones educativas u hospitalarias, y otros tipos de servicios, demuestra la alta dependencia de ciertas regiones del país con la contratación estatal. Por otra parte, están los que opinan que la Ley de Garantías se convierte en un muro de contención frente a la desviación de recursos, tesis que a mi parecer queda deslucida cuando nos damos cuenta de que el sistema electoral del Estado colombiano favorece mucho este tipo de prácticas, haya o no Ley de Garantías.
En resumen, creo que la Ley de Garantías hoy no -irónicamente- ofrece las suficientes garantías para contener la inminente participación en política de alcaldías, gobernaciones, y dependencias del gobierno nacional en las elecciones del 2022, y más bien se debería ceder un poco en los plazos teniendo en cuenta el primer escenario aquí planteado, con el ánimo de favorecer la reactivación económica ofreciendo las menos trabas posibles a la contratación pública de las entidades municipales, departamentales y nacionales.
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